lunes, 11 de febrero de 2008

Lunes 11 de Febrero de 2008

Hermanos:

La semana pasada recibí la protesta de Hamlet Hermann, mi querido amigo, en el sentido de que al hablar del mes de la patria no dije que también en febrero era el natalicio de Matías Ramón Mella, otro de los padres de la patria. Me recordaba Hamlet que también en febrero fue el desembarco guerrillero de Playa Caracoles y que un 16 de febrero mataron a Francis Caamaño, el jefe de esa guerrilla.

Confieso avergonzado que lo pasé por alto y por eso hoy estoy enmemdando mi olvido.

Bien, pasemos a otro tema.

Llevo unos meses acariciando la idea de que nos reunamos periódicamente a querernos en una noche de bohemia.

Estuve tentado originalmente a proponer que la reunión de este grupo fuera marcada en agenda siguiendo un calendario lunar, digamos, nos reuniremos siempre al iniciar la luna nueva, o la luna llena; pero comprendo que aunque sería el método más apropiado para un grupo como este, es poco práctico porque ese día podría caer lunes, domingo o cualquier día de la semana y la vida nos va organizando las cosas de manera tal que no contamos con esa libertad de días.

Para armonizar las cosas la reunión podría ser el jueves de luna llena de cada mes.

El lugar debería ser un bar bohemio frente al mar.

Bueno, son solo ideas, díganme qué piensan.

Ahora a lo nuestro.

El próximo jueves es el día de la amistad y he querido traerles este relato breve de Eduardo Galeano.

Que tengan una bonita semana.

Mario

Las cartas

Juan Ramón Jiménez abrió el sobre en su cama del sanatorio, en las afueras de Madrid. Miró la carta, admiró la fotografía. "Gracias a sus poemas, ya no estoy sola. Cuánto he pensado en usted!", confesaba Georgina Hübner, la desconocida admiradora que le escribía desde lejos. Olía a rosas el papel rosado de aquella primera misiva, y estaba pintada de rosáceas anilinas la foto de la dama que sonreía, hamacándose, en el rosedal de Lima.

El poeta contestó. Y algún tiempo después, el barco trajo a España una nueva carta de Georgina. Ella le reprochaba su tono tan ceremonioso. Y viajó al Perú la disculpa de Juan Ramón, perdone usted si le he sonado formal y créame si acuso a mi enemiga timidez, y así se fueron sucediendo las cartas que lentamente navegaban entre el norte y el sur, entre el poeta enfermo y su lectora apasionada. Cuando Juan Ramón fue dado de alta, y regresó a su casa de Andalucía, lo primero que hizo fue enviar a Georgina el emocionado testimonio de su gratitud, y ella contestó palabras que le hicieron temblar la mano.

Las cartas de Georgina eran obra colectiva. Un grupo de amigos las escribía desde una taberna de Lima. Ellos habían inventado todo: la foto, las cartas, el nombre, la delicada caligrafía. Cada vez que llegaba carta de Juan Ramón, los amigos se reunían, discutían la respuesta y ponían manos a la obra. Pero con el paso del tiempo, carta va, carta viene, las cosas fueron cambiando. Ellos proyectaban una carta y terminaban escribiendo otra, mucho más libre y volandera, quizá dictada por esa mujer que era hija de todos ellos, pero no se parecía a ninguno y a ninguno obedecía.

Entonces llegó el mensaje que anunciaba el viaje de Juan Ramón. El poeta se embarcaba hacia Lima, hacia la mujer que le había devuelto la salud y la alegría. Los amigos se reunieron de urgencia. ¿Qué podían hacer? ¿Confesar la verdad? ¿Pedir disculpas? ¿De qué serviría tamaña crueldad? Mucho debatieron el asunto. En la madrugada, al cabo de algunas botellas y de muchos cigarros, tomaron una decisión. Era una decisión desesperada, pero no había otra. Y sellaron el acuerdo: en silencio, encendieron una vela y soplaron todos a la vez.

Al día siguiente, el cónsul del Perú en Andalucía golpeó a la puerta de Juan Ramón, en los olivares de Moguer. El cónsul había recibido un telegrama de Lima: ­Georgina Hübner ha muerto.

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