domingo, 2 de septiembre de 2012

Lunes 3 de septiembre de 2012



Hermanos:

El texto chino ancestral dice: "El fuego debajo y el cielo arriba: Así es la comunidad de hombres libres".

Así debería ser la sociedad.

El fuego que llamea hacia el cielo da la imagen de la comunidad de hombres libres. Será duradera y sostenible si cada miembro está libre de segundas intenciones y coloca el bien común en el centro de sus deseos. Cuando aparece un hombre o un grupo de hombres que, sustituyendo a Dios, intenta ordenar la vida para su propio y único provecho, esclavizando de ese modo al resto de los hombres, inmediatamente la llama empieza a apagarse. Así se nace  la politiquería, el clientelismo, la corrupción, el abuso de poder, la manipulación de la información, la injusticia, la falta de equidad, la pobreza y toda la cadena de males que conocemos en esa comunidad de hombres. Ya no se trata de una comunidad de hombres libres. Así nace la sociedad como la conocemos: de amos y esclavos.

Cuando hablamos de comunidad de hombres puede tratarse de una comunidad tan pequeña como el núcleo familiar o tan grande como esta humanidad que habita nuestra Tierra y es importante saber esto porque si bien es cierto que las grandes comunidades no son de hombres libres, en las pequeñas y medianas puede darse el milagro de que sean comunidades de hombres libres, en donde no hay segundas intenciones y todos sus miembros colocan el bien común en el centro de sus deseos y metas. Vivir esa experiencia nos deja grabado en el alma un aroma de cielo.

Aquí debo pedir la venia de todas las lectoras porque siempre hablé de comunidad de "hombres" y evidentemente incluí a la mujer bajo ese genérico. Lo hice para respetar el texto ancestral chino.

Bien, ahora a lo nuestro.

Hoy les traigo a Rubén Darío, un clásico de la poesía latinoamericana, con un poema noble: Cosas del Cid. Disfrútenlo.

Que tengan bonita semana.

Mario
www.poemadelunes.blogspot.com
www.quijoteurbano.blogspot.com


Cosas del Cid

Cuenta Barbey, en versos que valen bien su prosa,
una hazaña del Cid, fresca como una rosa,
pura como una perla.  No se oyen en la hazaña
resonar en el viento las trompetas de España,
ni el azorado moro las tiendas abandona
al ver al sol el alma de acero de Tizona.

Babieca descansando del huracán guerrero,
tranquilo pace, mientras el bravo caballero
sale a gozar del aire de la estación florida. 


Ríe la Primavera, y el vuelo de la vida
abre lirios y sueños en el jardín del mundo.
Rodrigo de Vivar pasa, meditabundo,
por una senda en donde, bajo el sol glorioso,
tendiéndole la mano, le detiene un leproso.

Frente a frente, el soberbio príncipe del estrago
y la victoria, joven, bello como Santiago,
y el horror animado, la viviente carroña
que infecta los suburbios de hedor y de ponzoña.

Y al Cid tiende la mano el siniestro mendigo,
y su escarcela busca y no encuentra Rodrigo.
—¡Oh, Cid, una limosna! —dice el precito.
                                                                        —Hermano,
¡te ofrezco la desnuda limosna de mi mano!
—dice el Cid; y, quitando su férreo guante, extiende
la diestra al miserable, que llora y que comprende.

Tal es el sucedido que el condestable escancia
como un vino precioso en su copa de Francia.
Yo agregaré este sorbo de licor castellano:

Cuando su guantelete hubo vuelto a la mano,
el Cid siguió su rumbo por la primaveral
senda.  Un pájaro daba su nota de cristal
en un árbol.  El cielo profundo desleía
un perfume de gracia en la gloria del día. 


Las ermitas lanzaban en el aire sonoro
su melodiosa lluvia de tórtolas de oro;
el alma de las flores iba por los caminos
a unirse a la piadosa voz de los peregrinos
y el gran Rodrigo Díaz de Vivar, satisfecho,
iba cual si llevase una estrella en el pecho. 


Cuando de la campiña, aromada de esencia
sutil, salió una niña vestida de inocencia,
una niña que fuera una mujer, de franca
y angélica pupila, y muy dulce y muy blanca. 


Una niña que fuera un hada, o que surgiera
encarnación de la divina Primavera.

Y fue al Cid y le dijo: «Alma de amor y fuego,
por Jimena y por Dios un regalo te entrego,
esta rosa naciente y este fresco laurel».

Y el Cid, sobre su yelmo las frescas hojas siente,
en su guante de hierro hay una flor naciente,
y en lo íntimo del alma como un dulzor de miel.

No hay comentarios: